Por Santiago Silva
Jaramillo
Cambiante como
siempre, la violencia en Colombia se sigue aprovechando de los viejos vicios
para encontrar nuevos
espacios e innovar en sus formas de sobrevivir, expandirse y fortalecerse.
Ese tirano
del que varias veces he hablado en esta columna, el miedo y la arbitrariedad de
quienes lo utilizan como arma; la fuente del poder de los bandidos que someten
a diario las calles de las ciudades y pueblos de nuestro país.
La primera señal de
esta mutación es la ausencia completa de cualquier residuo ideológico; a las
nuevas bandas poco les importan los fines políticos, aunque tengan una
necesidad de cooptar los medios. De hecho, aunque entienden lo valioso que
puede ser controlar algunos sectores políticos (incluso algunos sociales) en
sus centros de operación, lejos están los tiempos en los que esta captura
buscaba cambios sobre la estructura de las cosas públicas.
El más reciente y
preocupante ejemplo es la captura
del gobernador de la Guajira, Juan Francisco Gómez. El líder político es acusado de haber
mantenido vínculos con los grupos de autodefensa y luego con las bandas
criminales, además de supuestamente participar en la ejecución de tres
homicidios de rivales y viejos aliados políticos de la región.
Según lo han
reportado varios medios de comunicación (y en parte evidenció la oposición de
la clientela política de Gómez a su captura), el gobernador guajiro mantiene un
férreo control sobre las dinámicas políticas y sociales de amplios territorios
en el norte del país.
Por otro lado,
desde julio
de este año, según InSight Crime,
las dos grandes estructuras criminales de Medellín, “los urabeños” y “la
oficina de Envigado”, alcanzaron un acuerdo que busca regular sus conflictos
económicos y de control de los combos en la ciudad. El pacto sería el principal
responsable de la reciente reducción en los homicidios. En efecto, la Alcaldía
de Medellín reportó
que los homicidios se habían reducido en un 13,4% en agosto en comparación con
datos del año pasado.
Los últimos años
nos han mostrado cómo los criminales entienden que la violencia es mal negocio,
que contratar sicarios, comprar armas y munición y sostener enfrentamientos son
gastos de operación que mejor valdría evitar.
Nos enfrentamos
entonces a una mafia
con el poder militar de un grupo paramilitar, los recursos de uno
narcotraficante y la intención de ocultamiento de las mafias tradicionales. En
términos de innovación criminal, nos parecemos estar poniendo de nuevo a la
vanguardia.
Así, los pactos, la
cooptación política y las hegemonías criminales pueden llevar a una reducción
de la violencia homicida, pero fenómenos como la extorsión, el desplazamiento
forzado y la protección violenta tienden a empeorar. Al final, los
ciudadanos terminamos cambiando los muertos por nuestras libertades.
Y aunque pareciera,
esto no es un buen negocio, pues el intercambio no debería ser una opción
social o éticamente válida para ninguno de nosotros.
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