Esta es la versión extensa de mi columna, publicada en "Catalejo" del periódico El Colombiano el pasado 28 de noviembre de 2013.
Por Santiago
Silva Jaramillo
La semana
pasada la Fiscalía capturó a Pedro Nel
Rincón (más conocido como “Pedro Orejas”), empresario esmeraldero,
némesis del fallecido Víctor
Carranza y aparentemente, involucrado en actividades delictivas como el
tráfico de armas. Sobre los hombros lo cargaron los agentes del CTI, sacándolo de su finca en el occidente de
Boyacá, pues el esmeraldero se encontraba aún convaleciente luego de sufrir
heridas en un atentado contra su vida un par de semanas atrás.
Ahora que “Pedro
Orejas” va a la cárcel, pareciera que el Estado central se apura por evitar una
nueva guerra. En efecto, el gobierno solo busca administrar el caos, gestionar
la tragedia mientras los mismos esmeralderos usan sus reglas informales para
solucionar el conflicto o recurren a la violencia, desatando otra temida “guerra verde”.
Y mientras
tanto, los funcionarios hablan de evitar un enfrentamiento armado como si
estuvieran arbitrando una tensión comercial entre dos comerciantes de barrio.
El Estado se ha vuelto un espectador más, un “tercero imparcial” que pasa de
agache mientras los verdaderos poderes regionales se disputan, conquistan y
defienden sus fortines locales.
El filosofo
Jorge Giraldo ha denominado esto como la “descarga” que el gobierno central
hace del Estado sobre los poderes locales en ciertas regiones del país. Giraldo
habla principalmente de la zona minera del Bajo Cauca antioqueño,
pero la categoría se puede extender sin mucha dificultad a otros lugares del
país en donde la centralidad ha preferido encargar a las fuerzas locales
–legales o ilegales- de que se ocupen del gobierno.
Así, la
incapacidad, real o fingida, para ejercer control sobre el territorio y las
instituciones, los lleva el encogimiento de hombros más perjudicial de la
historia colombiana: la renuncia del Estado central de funcionar en las
periferias.
De esta
forma se configuran lo que el sociólogo Fabio Velásquez llama “autoritarismos
locales”; poderes políticos y económicos que cooptan los escenarios de decisión
de municipios y regiones enteras en Colombia. Viejos gamonales y familias
políticas que, comúnmente aliadas con actores armados, se apoderan de cargos
públicos y de elección, destierran o acallan a cualquier oposición y luego
establecen estructuras clientelistas y corruptas encargadas de garantizar su
permanencia, mientras saquean los recursos públicos.
El Estado
colombiano debe dejar de pretender que "descargar" sus
responsabilidades en particulares es gobernar. Sin una determinación clara por
extender la presencia
integral del Estado a todos los rincones del territorio –sobre
todo a los que escupen esmeraldas, oro o coca- las perspectivas de alcanzar
escenarios de seguridad real en las regiones son tan difusas como un discurso
dictado desde la mesa de negociaciones en La Habana.