sábado, 26 de abril de 2014

Construyendo una sociedad con ejemplos a seguir (Versión extensa)

Esta es la versión extensa de mi columna del pasado 24 de abril de 2014, publicada en el periódico El Colombiano.

Por Santiago Silva Jaramillo

Cuando nuestras acciones e convierten en un reflejo de nuestro carácter, nos inclinamos más hacia las opciones morales y generosas

Paciente lector, lo invito a hacer un corto ejercicio antes de seguir leyendo esta columna. Cierre los ojos y piense en la personaje que le gustaría emular en vida; mejor dicho, en ese modelo a seguir según el cual, usted se comporta como lo hace día a día.

Gracias.

Es muy probable que sea alguien del que tiene una imagen positiva y, aunque con menos seguridad, posiblemente la persona en que pensó represente una imagen de ser un elemento socialmente positivo. Este “ejemplo a seguir” también determina la imagen personal que tenemos de nosotros mismo.

Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si nuestro personaje para emular fuera un bandido?

Pero aún ¿qué pasaría si nuestras oportunidades reales para alcanzar (o superar) el estatus social y alivio económico de nuestro personaje fueran nulas? Los incentivos para buscar canales “alternativos” serían enormes.

Así, muchos de las “desviaciones” de jóvenes en las sociedades modernas se podrían explicar desde la brecha que existe entre las expectativas creadas por sus aspiraciones de estatus y riqueza y las realidades presentadas en pocas oportunidades –legales y socialmente beneficiosas- de alcanzar estos escenarios.

En mi columna Emulación Olímpica (El Colombiano, 2012) hablaba del economista estadounidense Thorstein Veblen, que sostenía  que la emulación es una de las principales motivaciones humanas a la hora de tomar decisiones de vida. Mejor dicho, que los hombres estamos constantemente evaluando lo que otros han hecho o conseguido y si queremos seguir ese mismo camino. Que nos encontramos en una constante búsqueda por personas a las que emular.

De manera similar, un mentor es una persona que, a través de una tutoría cercana, se convierte en referente de conducta moral y comportamiento general para su aprendiz. Inculca valores, comparte experiencia, y aconseja decisiones.

Así, tenemos dos opciones para construir esa imagen personal tan importante: emular a alguna figura, por lejana que sea, en la que nos queramos convertir, o buscar la tutoría de un mentor que nos separe el bien del mal; el camino correcto por el errado.

Ahora bien ¿cuáles son los modelos a seguir y mentores más comunes en Colombia…?

Esto no es un asunto menor, las políticas de educación, juventud e incluso de seguridad bien podrían sacar lecciones de la disposición de las personas a emular figuras representativas y buscar mentores que determinen en muchos niveles, sus comportamientos familiares, profesionales y ciudadanos.

¿Qué podemos hacer entonces?

Primero, estimular modelos a seguir socialmente positivos y pragmáticamente alcanzables. Es decir, que generen externalidades deseables para la sociedad, pero que sean realistas para las personas que buscan emularlos.

Segundo, expandir oportunidades de desarrollo personal por vías convencionales, legales y socialmente beneficiosas. En otras palabras, crear los espacios para alcanzar los objetivos de esa imagen personal, conseguir el estatus social y la riqueza material que estas personas buscan.

Tercero, idear intervenciones públicas que ataquen desde dos frentes. Por un lado, presenten modelos a seguir positivos, y por otro, lleven una lógica de tutoría en cabeza de mentores, a la población juvenil en riesgo.


Cambiar la realidad de las personas pasa por convencerlas que ese cambio es posible y deseable y que existe un mundo de oportunidades más allá de mentores y ejemplos a seguir perversos. Que no todos tenemos que ser un bandido “cuando seamos grandes”.

viernes, 18 de abril de 2014

Populismo y politiquería punitiva (Versión extensa)

Esta es la versión extensa de mi columna, publicada el pasado 17 de abril de 2014 en el periódico El Colombiano.

Por Santiago Silva Jaramillo

El pasado jueves 10 de abril, el Gobierno Nacional y la Policía, encabezado por un presidente Santos de ceño fruncido y tono vociferante, dio inicio a la destrucción de las casas en las que han funcionado expendios de droga. Unas 92 casas han sido señaladas en todo el país para la demolición, y los bulldozer ya han empezado la melodramática labor de echar al suelo las antiguas “ollas” de vicio.

La apuesta, aunque torpe, es muy clara: destruir físicamente el espacio donde funciona la distribución menudeada de droga en las ciudades, buscando evitar que se sigan utilizando para este fin.

Demoler las casas donde se vendía droga es la mejor expresión de "vender el sofá" que nos ha dado Colombia en los últimos años. El micro tráfico no se ve afectado, sino tangencialmente, por esta medida, que parece más una excusa para la politiquería de un candidato haciendo agua, que parte de un esfuerzo serio contra la venta de drogas ilegales en las calles colombianas.

De hecho, cualquier coyuntura que gane suficiente tracción en los medios llama, como a los buitres, a los legisladores y politiqueros colombianos. Los recientes ataques con ácido –que no han sido los únicos, el problema es bastante viejo-, y que aunque trágicos y absolutamente censurables, no constituyen la epidemia de degeneración social que algunos alarmistas denuncian.

La candidata conservadora a la presidencia, Martha Lucía Ramírez, en un arranque de arribismo y populismo punitivo, propuso la semana pasada que se castigue con “prisión perpetua” a violadores y personas que agreden a otras con ácido. El Movimiento Mira también aprovechó la coyuntura para retomar una iniciativa para endurecer las penas.

Pero ¿pueden penas mayores prevenir este tipo de delitos?

De acuerdo a lo reportado hasta el momento, los ataques con ácido en Colombia son, ante todo, crímenes pasionales. Penas más duras para estos delitos bien pueden constituir un castigo merecido o sacar de las calles a un personaje peligroso, pero resulta poco probable que disuadan a un futuro atacante de agredir a su víctima.

El caso es que algunos políticos se están aprovechando de un contexto de rentabilidad política, con un tema que logró inscribirse en la agenda mediática y, poco a poco, logra meterse en la agenda institucional, impulsada por la ambición de los politiqueros y la presión sobre los funcionarios.

Así, terminamos con leyes y políticas coyunturales, seguimos pretendiendo que las leyes nos salvarán, que legislar, además de un deporte nacional, puede cambiar realmente los profundos problemas de país.

Peor aún, legislar al ritmo de la distraída y paranoica agenda mediática no solo es dañino –y se presta para populismo y politiquería- sino que puede llevar a que se construyan soluciones simplistas y tontas para problemas que son reales y que merecen, como todos, de una discusión social amplia y juiciosa, no del tire y afloje de las pretensiones electorales de los políticos.


Pie de página: la arepa en la valla de campaña de Santos en la avenida Las Vegas en Medellín es tan ridícula, que por poco ni siquiera resulta ofensiva.

jueves, 10 de abril de 2014

Atajando el robo (Versión extensa)

Esta es la versión extensa de mi columna, publicada el pasado 10 de abril de 2014 en el periódico El Colombiano.

Por Santiago Silva Jaramillo

El hurto es el principal delito que afecta la percepción de seguridad de las personas. Las consecuencias sociales del homicidio, la extorsión, el desplazamiento forzado o la desaparición son mayores, pero en la agenda ciudadana prevalece la posibilidad del atraco, el robo o el raponazo.

Y lo es porque es el delito más igualitario, el que nos toca a todos. Los más ricos y los más pobres sufren por igual del robo o atraco callejero, sobre todo, en tanto el objeto más robado es precisamente el que casi todo colombiano tiene: el celular (en efecto, y de acuerdo a datos del Banco Mundial, en Colombia hay más celulares que personas). Y de acuerdo a cifras de la Policía Nacional, el celular es el objeto más hurtado en el país; un enorme mercado ilegal se nutre de lo que los ladrones les arrebatan a los transeúntes en las calles.

Así, el delito más común en las ciudades colombianas es el atraco o raponazo. En efecto, el 71% de las victimizaciones en Medellín responden al hurto a personas. En Manizales el 85%, en Ibagué el 63% y en Bogotá el 77%, de acuerdo a cifras de la Red de Ciudades Cómo Vamos.

En efecto, el hurto se ha convertido en el principal delito que afecta la seguridad ciudadana de los colombianos. De acuerdo a la Alta Consejería para la Convivencia y la Seguridad Ciudadana, de los 18,5% de colombianos que fueron víctimas de un delito o de violencia en 2013, el 11,4% fue por hurto personal.

En Medellín, por ejemplo, el hecho de que la mayoría de los robos se concentren en el Centro da cuenta de lo que hablo. La comuna 10 es el punto de encuentro de muchos ciudadanos, de la administración pública, de algunas de las empresas más grandes, y reúne las diligencias, compras y preocupaciones de casi toda la ciudad. Allí pululan los ladrones, y ningún visitante, por precavido que crea ser, está a salvo.

¿Qué hacer?

Primero, incentivar la denuncia. En efecto, solo el 22,6% de los colombianos que son atracados denuncian el hecho, en parte porque los montos de los robos son generalmente bajos, pero también porque desconfían de la celeridad y transparencia de las autoridades.

Por otro lado, el PNUD recomienda políticas de contención de los mercados ilegales en los cuales se mueven los bienes robados. Así, más que la persecución de los pequeños ladrones, las medidas deben dirigirse a desincentivar los grandes mercados negros que dinamizan y determinan la persistencia de los robos. Ubicar las plazas de comercialización o contrabando de estos bienes, e intervenirlos pertinentemente, resulta fundamental.

De igual forma, atacar a los grupos delincuenciales que se dedican a este delito y las organizaciones criminales encargadas del comercio ilegal de bienes robados. Pero desarticularlas, aunque necesario, no es solución al problema; la prevención de este delito implica intervenciones integrales de personas en riesgo para evitar su vinculación temprana grupos delincuenciales.


Finalmente, comunicar estas medidas y los posibles resultados. La percepción es una construcción de imaginarios sobre una situación. Es una sensación, y como tal, pasa por convencer a las personas que, en efecto, no tienen nada que temer.

viernes, 4 de abril de 2014

Hay que oponerse a la constituyente de las Farc (Versión extensa)

Esta es la versión extensa de mi columna publicada el pasado 03 de abril de 2014 en el periódico El Colombiano.

Por Santiago Silva Jaramillo

La propuesta de una nueva asamblea constituyente es inconveniente por dos razones. Primero, porque representa una exigencia ridícula por parte sea una organización criminal sin ninguna legitimidad política. Segundo, porque cambiar nuestra constitución cada veinte años no soluciona nuestros problemas políticos y profundiza ese vicio legalista tan colombiano de creer que todo se soluciona acumulando o haciendo nuevas leyes.

Primero.

Es inconcebible que la propuesta de las Farc tuviera resonancia. Ni oídos merecen, ahora menos, que el Gobierno Nacional lo considere una opción merecedora de reflexión. El rechazo debió sin implacable, como un reflejo. Ante la ausencia de esta posición, la actitud “prudente” del gobierno debe recibirse con profunda sospecha. Los colombianos no podemos permitir que los violentos sigan dándose ínfulas de estadistas y nuestros dirigentes, de sus mandaderos.

La famosa "balota por la paz" no es sino una manipulación barata del electorado colombiano, pegada del "goodwill" del concepto, para otorgar puntos políticos a la reelección del presidente Santos. Y que su promotora sea Piedad Córdoba solo genera una inocente sospecha: ayuda a la certeza de que alrededor de todo este cuento de la asamblea constituyente nos espera una enorme trampa.

Segundo.

La revista The Economist señalaba cómo las constituciones en los países europeos duraban unos 77 años en promedio, mientras en América Latina apenas si llegaban a un promedio de 16.5 años. Es un vicio común de sistemas políticos poco maduros: asumir que nuevas leyes solucionan problemas de fondo.

Y digo esto porque otros dos personajes que han salido a pedir nuevas constituyentes: Gustavo Petro y Álvaro Uribe. Sus orillas son opuestas pero sus pretensiones no. En efecto, ambos pretenden cambiar las reglas de juego para volver a entrar al juego político desde una posición ventajosa.

El entramado legal no es sino eso, un marco de acción en el que los actores sociales escogen (o no) moverse. Sus estrategias, sin embargo, responder a su deseo de cuidar sus intereses y no al de seguir las normas. Al menos, no en tanto son solamente normas.

Ahora bien, cambiar la Constitución por las ambiciones personales de algunas figuras públicas no solo es inconveniente para la política de nuestro país, crea una inestabilidad en todo el sistema que solo puede traer consecuencias negativas en el largo plazo.

Al final.


Tenemos que recordar que no todo tiene que dejarse en una mesa de negociación, que no todo vale para alcanzar la paz, que nuestras reglas de juego –con sus fallas, con sus vacíos, con sus excesos-, son nuestras, han sido establecidas democráticamente, y ningún actor armado o político ambicioso puede extorsionarnos para cambiarlas en su propio beneficio.