Por Santiago Silva Jaramillo
Durante las últimas semanas se discute
en La Habana sobre el problema de la concentración de tierra en nuestro país.
Las Farc, con ese descaro que les sale con tanta naturalidad, hablan con los
negociadores del gobierno sobre la desigual propiedad de la tierra en Colombia.
Ellos deberían saber muy bien, su grupo guerrillero es probablemente uno de los
más grandes latifundistas del país por cuenta de su robo de tierras en los
Llanos Orientales.
En fin, las mentiras de las Farc se han vuelto tan
predecibles que desmentirlas ya no es ni entretenido. Sin embargo, resulta un despropósito que
dejemos que un debate de la importancia como el de la posesión y explotación de
la tierra en Colombia sea monopolizado por una banda de narcotraficantes y
ladrones.
Según el Ministerio de Agricultura, durante lo más álgido
del conflicto armado colombiano reciente fueron robadas unas seis millones de
hectáreas por parte de paramilitares y guerrillas. Pero este asunto supera la
restitución de tierras (para esto ya existe una legislación y algo de voluntad política
para ejecutarla), se debe centrar en la histórica posesión desigual de la
tierra en Colombia.
La concentración
de la tierra no es mala en si, pero la baja productividad que generalmente
implica tiene efectos nefastos para la economía y sociedad de un país. Y en
Colombia, según
el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, el 41% de los predios privados se
encuentran en mano de algo menos de 100 mil dueños. En general, las grandes
concentraciones de tierra llevan a tener una gran cantidad de esas propiedades
dedicadas a explotaciones improductivas y que generan poco empleo, como la
ganadería extensiva.
En efecto, mientras una hectárea de ganado genera en
promedio 0,01 empleos directos, el banano de exportación genera 0,6 y las
flores casi 15. Pero ¿cómo lograr una posesión más justa y productiva de la
tierra?
La expropiación, por ejemplo, no puede ser una opción; el
derecho de propiedad es uno de los pilares de las sociedades democráticas y
ningún gobierno que se precie de ser democrático debería inclinarse a violarlo.
Sin embargo, esta no es la única herramienta
al alcance del Estado. Una opción menos invasiva y más democrática de atacar el
problema de la concentración de la tierra son los impuestos. En efecto, el
sistema tributario colombiano premia los latifundios y les da una encima si
están dedicados a actividades económicas improductivas y que generan poco
empleo.
De esta forma, mayores impuestos para los latifundios (esto
es, más de 200 Ha.) incentivarían la introducción de desarrollos agrícolas productivos
que les permitan a los propietarios responder por las responsabilidades
tributarias de sus tierras. Necesitamos un campo de agroindustriales,
comprometidos con la generación de empleo.
Si el debate sobre la tierra en Colombia no gira entorno a
la construcción de una agroindustria nacional de desarrollos agrícolas
productivos, estará siempre contaminado por la demología de las propuestas
absurdas, asistencialistas o antidemocráticas. O peor, por la inactividad.
Pero no existe un consenso ni compromiso político para
lograr la legislación necesaria para estas reformas. El Congreso carga una
crisis histórica de representación: los que están no tienen, ni de lejos, los
intereses nacionales en la cabeza.
Ese es nuestro trabajo: elegir líderes políticos comprometidos
con un campo más productivo, competitivo, justo y que generador de empleo.