viernes, 29 de marzo de 2013

Bajo la sombra (Versión extensa)

Esta es la versión extensa de mi columna, publicada en 'Catalejo' de el periódico El Colombiano, el 28 de marzo de 2013.

Por Santiago Silva Jaramillo

La Trata de personas es un delito en el que una persona es trasladada dentro o fuera de su país con fines de explotación sexual, laboral, mendicidad ajena, matrimonio servil o extracción de órganos. Colombia (particularmente los departamentos de Antioquia, Valle, Risaralda y Caldas) se considera un país expulsor de víctimas de Trata, en donde redes asociadas al narcotráfico y el tráfico de armas engañan a personas y las desarraigan, para luego, bajo amenaza, explotarlas.

En gran parte, por culpa de la misma naturaleza de la Trata, el desconocimiento y el subregistro de los casos es generalizado. Esto lo ha convertido en un asunto invisibilizado. En efecto, en estos días de la tiranía de las cifras, lo que no se cuenta y registra, no existe. Y tanto gobierno nacional como gobiernos locales tienen pocos recursos destinados a un problema poco entendido, ignorado en la mayoría de Planes de Desarrollo e incluso complejo en términos legales.

El fenómeno sucede bajo la expresión más salvaje de la naturaleza humana: la idea de que bajo el engaño y la violencia se someta la voluntad y se explote a otro ser humano. La Trata de personas es solo una expresión actual de esclavitud; el fin de la libertad y un atentado en contra de la dignidad humana. Mujeres, hombres y niños son obligados, bajo la amenaza o realidad de violencia, a entregar todo, a enriquecer a sus captores perdiendo en el camino su integridad física, mental y espiritual.

Así, bajo esta sombra, el problema se convierte en parte de un círculo vicioso de desconocimiento e inacción pública. En efecto, con contadas aunque importantes excepciones, la falta de visibilidad del fenómeno, su poca denuncia y su ausencia en la agenda institucional, ha implicado la inactividad casi completa desde la administración pública. Algunos funcionarios, realizando sacrificios personales y asumiendo responsabilidades que no les corresponde, constituyen en muchos casos la única ayuda que reciben las víctimas.

Se multiplican entonces estas tragedias silenciosas, una primera aproximación al problema muestra que los más vulnerables a ser víctimas de Trata de personas son los que ya han sido víctimas de otros abusos. La población desplazada, quienes han sufrido violencia intrafamiliar, abuso sexual, pobreza extrema, hogares mono parentales y bajos niveles educativos constituyen los casos más comunes. Las víctimas tienen una o reúnen varias de estas características; en Colombia, la acumulación de perjuicios llega a extremos espantosos y se constituye en la puerta de entrada de nuevas miserias.

Organizaciones como la OIM y UNODC realizan esfuerzos diarios por combatir el desconocimiento, la inacción gubernamental y el fenómeno; el Ministerio del Interior y algunas administraciones locales también se han comprometido con estudiar y atender la problemática. Incluso una reciente telenovela parece indicar que la Trata de personas está dejando de ser un tema oculto bajo la presión de problemas más apremiantes del país.

Aún así, muchos recursos se han desperdiciado por falta de continuidad de los funcionarios y el desconocimiento público del fenómeno lo ha condenado a la oscuridad en los sectores de opinión. Es en esos dos esfuerzos, bajo ideas de prevención a población vulnerable, educación y visibilización y judicialización efectiva de las redes criminales, que el gobierno y los actores sociales interesados deben abordar la lucha en contra de la Trata de Personas.

jueves, 28 de marzo de 2013

BAJO LA SOMBRA - El Colombiano

BAJO LA SOMBRA - El Colombiano

La trata de personas es un delito en el que una persona es trasladada dentro o fuera de su país con fines de explotación sexual, laboral, mendicidad ajena, matrimonio servil o extracción de órganos. Colombia se considera un país expulsor de víctimas de trata, en donde redes asociadas al narcotráfico y el tráfico de armas engañan a personas y las desarraigan, para luego, bajo amenaza, explotarlas.

lunes, 25 de marzo de 2013

Algunas propuestas frente a los desafíos de seguridad

En recientes conversaciones informales con algunas personas expertas en seguridad me he dado a la tarea de recoger sus recomendaciones sobre los desafíos de inseguridad a los que se enfrenta Medellín y no en diferente medida, Colombia. Estas son cinco propuestas modestas (por supuesto):
Leer artículo completo  vía el blog Bajo la Manga

jueves, 21 de marzo de 2013

Abandonados a su suerte (Versión extensa)


Esta es la versión extensa de mi columna, publicada en 'Catalejo', del periódico El Colombiano, el pasado 21 de marzo de 2013.

Por Santiago Silva Jaramillo

Al fallar en algunas de sus responsabilidades más básicas, el Estado colombiano ha abandonado o subcontratado el control de enormes extensiones de su territorio. Nuestros problemas de seguridad, pero también de desarrollo económico y social, tienen su origen y combustible en la desidia central frente a las periferias.

Estados-nación se han constituido bajo la idea de vías de comunicación, seguridad y provisión de justicia. Eso es lo básico, eso es lo mínimo, y sin embargo, parece escurrírsele de las manos al Estado colombiano en casi todos sus intentos de lograrlo.

En su influyente libro “¿Por qué fracasan los países?”, Daron Acemoglu y James Robinson aseguran que la desidia centralista de las autoridades colombianas llevó a que capital nacional y provinciales dejarán el poder regional en manos de mafias políticas y armadas. La desconexión ha sido premeditada; a la sabana le ha interesado muy poco el acceso, el control y la prosperidad de los llanos, las costas, montañas y riveras.

Señalan Acemoglu y Robinson que el colombiano “es un Estado sin centralización suficiente y con una autoridad lejos de ser completa sobre todo su territorio”. De esta manera, aunque el Estado colombiano parece competente en algunas zonas, particularmente urbanas, de su territorio, en otros lugares “proporciona pocos servicios públicos y prácticamente ninguna ley y orden” (2012: 446).

El Estado colombiano ha sido históricamente débil, por incapacidad o falta de interés, de controlar su propio territorio efectivamente. El problema es que la ausencia estatal es un poderoso incentivo para la cooptación de los recursos naturales de forma ilegal por grupos armados o criminales y la utilización de los beneficios como combustible de conflicto.

Se han hecho esfuerzos, por supuesto, en algunos frentes enormes. En efecto, Colombia cuenta con una presencia institucional en su territorio desconocida por la mayoría de su historia. Pero las deficiencias siguen siendo gigantescas.

La descentralización política que ha adelantado el Estado colombiano en los últimos años simplemente le dio más recursos a las mafias regionales para que la depredaran. Regalías y transferencias se han unido, en algunos casos, a las rentas que persiguen grupos armados y corruptos locales.

En el texto “El gobierno del oro en el Bajo Cauca” del libro “Economía criminal y poder político”, editado por la Universidad EAFIT y Colciencias, Jorge Giraldo afirma que “el Estado colombiano, históricamente, se ha desentendido de la regulación de la explotación aurífera y que ello ha traído consigo varios intentos por parte de diversos agentes sociales de establecer reglas propias –Informales y regionales- de gestión de la economía del oro y, con ella, de la población, sus asentamientos y sus relaciones sociales y políticas” (Giraldo, 2013).

Giraldo denomina este fenómeno como  "descarga", entendida en términos ‘weberianos’, como el traslado de actividades de responsabilidad estatal a contratistas o delegados que se encargan de llevarlas a cabo. Así, el delegado recibe los beneficios de, por ejemplo, tributar una actividad económica que el Estado no quiere o puede controlar. En efecto, la descarga obedece comúnmente a la incapacidad administrativa del Estado para controlar una actividad y la falta de confianza que genera su aparato público en la población dedicada a esa actividad.

En este asunto, resulta particularmente frustrante que, incluso cuando en algunos frentes se ven esfuerzos, en otros se mantiene ese irresponsable desinterés central. De hecho, las vías se pueden ver como las vertebras de una nación; la comunicación como la capacidad para mover las extremidades del “cuerpo” del Estado. El estado de la infraestructura vial de nuestro país nos muestra un preocupante diagnóstico sobre la efectividad de cualquier esfuerzo de construcción estatal bajo la realidad de la incomunicación en la que vive medio país. 

En efecto, según datos del informe “Transporte en cifras” de 2012, realizado por la Oficina Asesora de planeación del Ministerio de Transporte, en 2011, del total de 214.433 kilómetros de la red vial nacional, solo 17.283 hacen parte de las vías primarias, y de estas solo 8.313 están pavimentadas.

El panorama es igual de negro en el transporte fluvial, el Magdalena, por ejemplo, pasó de transportar 2.131.348 toneladas en 2002 a 1.631.269 en 2011. La navegabilidad de nuestros ríos, abandonados al desgaste, se ha convertido en otra oportunidad perdida por la falta de un Estado central dispuesto a coordinar esfuerzos regionales. De otro lado, el desmonte de la red ferroviaria ha llevado a que los 2.822 kilómetros que teníamos en 1980 se reduzcan a 1.672 en 2009, según el Banco Mundial. Una cifra preocupante, incluso en términos comparativos, en el mismo año, Bolivia tenía 2.866 y Perú 2.020 kilómetros de vías férreas.

El aislamiento ha implicado en la historia colombiana el ascenso de poderosos grupos competidores del Estado central; desde guerrilleros y paramilitares, hasta narcotraficantes y corruptos, todos se han sostenido en el abandono sistemático de la centralidad para capturar las periferias. Incentivados por el deseo de capturar las lucrativas actividades extractivas (coca, petróleo y minerales), estas organizaciones han buscando controlar gobiernos y territorios abandonados a su suerte por el Estado central.

La política de Consolidación ha sido el primer esfuerzo sostenido y pertinente que realiza el Estado colombiano por “construir institucionalidad” en territorios históricamente abandonados de la geografía nacional. Dice la política: “el Estado deberá pasar de la etapa de control territorial a una de consolidación del control del territorio”. De esta manera, la estrategia de consolidación del control territorial se concentra en alinear los esfuerzos militar y policial, con el esfuerzo antinarcóticos y los esfuerzos en el área social, de justicia, desarrollo económico y fortalecimiento institucional del Estado. La idea es que por medio de la presencia efectiva del Estado, se logre asfixiar a los grupos ilegales competidores.

Resulta por lo menos frustrante que, bajo la disparidad de esfuerzos, se puedan perder las increíbles inversiones y las intervenciones positivas que realiza una parte del Estado bajo la inefectividad de otra. Sin vías, sin comunicación, este país no puede aspirar a llevar su Estado a todo su territorio, y este error podría costarnos mucho en el marco de esfuerzos pertinentes, como la política de Consolidación.

ABANDONADOS A SU SUERTE - El Colombiano

ABANDONADOS A SU SUERTE - El Colombiano

Al fallar en algunas de sus responsabilidades básicas, el Estado colombiano ha abandonado o subcontratado el control de enormes extensiones de su territorio. Nuestros problemas de seguridad, pero también de desarrollo económico y social, tienen su origen y combustible en la desidia central frente a las periferias.

jueves, 14 de marzo de 2013

NUESTRA CRISIS DE REPRESENTACIÓN - El Colombiano

NUESTRA CRISIS DE REPRESENTACIÓN - El Colombiano

La mayoría de los problemas de los colombianos nace de una crisis de representatividad en su clase política. La principal responsable por nuestras tragedias e infortunios es esa enorme brecha entre la expectativa y la realidad de nuestros líderes; cada día nos trae más pruebas de que a quienes hemos elegido durante años, no tienen nuestros mayores intereses en sus cabezas.

Nuestra crisis de representación (Versión extensa)

(Esta es la versión extensa de mi columna del pasado jueves 14 de marzo de 2013 en el periódico El Colombiano).


Por Santiago Silva Jaramillo

La mayoría de los problemas de los colombianos nacen de una crisis de representatividad en su clase política. La principal responsable por nuestras tragedias e infortunios es esa enorme brecha entre la expectativa y la realidad de nuestros líderes. En efecto, cada día nos trae más pruebas de que a quienes hemos elegido durante años no tienen nuestros mayores intereses en sus cabezas.

Según la Encuesta de Cultura Política 2012 del Barómetro de las Américas, solo el 31% de los colombianos encuestados confían en los partidos políticos. En efecto, Colombia se encuentra entre los seis países con menores niveles de confianza hacia estas colectividades en la región. La confianza en los partidos es la más baja de los últimos cuatro años (aunque desde 2004 nunca ha estado por encima del 41%). La confianza en los concejos municipales fue del 45,5% y en el Congreso de la República 46,4%.

La manera cómo los ciudadanos ven a los partidos y a los políticos puede tener una de sus explicaciones en la falta de transparencia que intuyen en el sistema. De hecho, Colombia ocupa el deshonroso primer lugar en la percepción de corrupción en las Américas con el 81,7% de las respuestas negativas.

Así, solo el 36,2% de los colombianos creen que en general los gobernantes están interesados en lo que piensa la gente, esto se reduce al 29,8% cuando se les pregunta si creen que los partidos políticos escuchan a los ciudadanos. Hay entonces una gran brecha entre nuestros políticos y nuestros ciudadanos; alguien no está haciendo bien su tarea cuando los que deben escuchar no lo hacen y quienes deben ser escuchados no lo son.

De acuerdo a cifras del Latinobarómetro, la participación de los colombianos en las elecciones presidenciales es una de las más bajas de la región, con el 60%, mientras países como Panamá tienen 70%, Bolivia y Venezuela el 80% y Perú el 90%. En 2007, el 74,7% de los colombianos reconocían que nunca o casi nunca hablaban de política. En un estudio de 2006, solo el 7,6% de los colombianos señaló haber trabajado para un partido o líder político.

En 2005, el 82,3% de los encuestados reconoció que nunca había buscado a un funcionario público para resolver un problema de su vecindario. En 2008, el 65,7% de los colombianos afirmaban que nunca contactarían a un parlamentario para que atendiera un problema de su barrio y el 46% que no se podía confiar en las personas que dirigían el país. En 2010, el 75,3% afirmaban que la política les importaba poco o nada, y solo el 33,1% confiaba en el Congreso, mientras el 78% desconfiaba de los partidos políticos.

Por supuesto, este no es un problema de una sola vía. Y para esto lo mejor es hacer un ejercicio personal muy simple, preguntarse ¿recuerdo por quién voté en las últimas elecciones legislativas o en las locales para Concejo municipal y Asamblea departamental? Y más importante aún ¿Estoy ejerciendo control sobre su gestión?

En efecto, según el Barómetro de las Américas, solo el 9,8% de los encuestados colombianos dicen haber asistido a una sesión de su concejo municipal. Y 11,5% sostienen haber solicitado ayuda al gobierno municipal. En ambos asuntos, Colombia se encuentra entre los países con menor participación de la región. La falta de efectividad puede explicar en algo este fenómeno: solo el 40% de las peticiones presentadas por ciudadanos a los gobiernos locales fueron resueltas.

Mi respuesta a estas preguntas, como supongo es la de la mayoría de los colombianos, es “no”. Lo que resulta particularmente inconveniente, porque así como votar es un deber, lo es hacer control político sobre nuestros funcionarios electos. En efecto, una democracia saludable no es solo aquella en dónde se va masivamente a las urnas, sino en la que los ciudadanos se mantienen políticamente activos incluso cuando no se está en temporada de elecciones.

Escribir sobre la realidad nacional se convierte en ocasiones en una retahíla de lugares comunes. Por eso digo que tenemos los líderes que nos merecemos, aunque no los que necesitamos. De hecho, sí hay responsabilidad compartida en nuestro problema de representación política; parece obvio, pero no por eso menos importante: nosotros, al final, los elegimos cada cuatro años y luego los dejamos en libertad de hacer lo que quieran sin el menor amago de control de cuentas de parte ciudadana.

jueves, 7 de marzo de 2013

Petróleo y rancheras (Versión extensa)

(Esta es la versión extensa de mi columna del 07 de marzo de 2013 en el periódico El Colombiano).
Por Santiago Silva Jaramillo
El pasado martes cinco de marzo, el vicepresidente venezolano, Nicolás Maduro, anunció en una rueda de prensa una noticia esperada por muchos durante varias semanas: el presidente Hugo Chávez, luego de catorce años en el poder, de sobrevivir a un golpe de Estado, de pelear contra presidentes estadounidenses y reyes españoles, intervenir en la política de sus vecinos, mantener bajo su control autoritario a millones de venezolanos y combatir contra el cáncer, murió.
Hugo Chávez gobernó con un puño de hierro envuelto en guante de terciopelo; resguardado en medidas 'legales', coaccionó y persiguió a todos los que se le opusieron. Esa fue una de las cosas que aprendió rápido en sus inicios (y que aplicó indiscriminadamente durante su mandato); que si todo se mantenía bajo la sombra de una supuesta ‘legalidad’, esto le conferiría la legitimidad necesaria para adelantar las arbitrariedades que se le ocurrieran y aplicar las estrategias necesarias para mantenerse en el poder.
Chávez ejerció su poder a punta de petróleo y rancheras, autoritarismo y fuerza electoral, carisma y nepotismo; lo hizo como caudillo y hombre fuerte, como revolucionario y socialista; cuándo atacó a la oposición y utilizó al ‘imperio’ como excusa; bajo la embestida de una economía desarmada a punta de populismo y frente a su incapacidad por manejar la rampante violencia en la que se tragaba a los venezolanos.
Curiosamente, el ‘chavismo’ sobrevive a Chávez, por lo menos, mientras sus herederos se miden el aceite para empezar a sacarse los ojos. Lo que se configuró durante años alrededor del líder venezolano lo convierte ahora en mártir, en indispensable, en el hombre de las memorias y las estatuas. No debe sorprendernos, esto ha sido una vieja enfermedad política latinoamericana; casi una tradición política: crear ídolos y luego destruirlos o perderlos.
Por supuesto, en política, hay un punto en la vida de un movimiento en el que incluso se puede prescindir del fundador. Ahora ha llegado la hora de los segundones, que de Maduro, Diosdado y toda la cúpula ‘chavista’ se enfrente por la preminencia. Aunque todavía se mantendrán unidos mientras exista el enemigo común de la oposición política; se ahorraran sus desavenencias, postergarán su inevitable confrontación hasta después de las elecciones, todo sea por mantener el poder.
En efecto, habrá elecciones en Venezuela, pero no porque Maduro respeto las instituciones, sino porque Chávez les enseñó que hay que ganar elecciones, cuesten lo que cuenten, para mantener una pantomima de legitimidad. De hecho, las opciones electorales del ‘chavismo’ son bastante buenas. Todo este tiempo le sirvió a Maduro para organizar sus fuerzas y disciplinar y ganar lealtades dentro del chavismo. La oposición, probablemente de nuevo en cabeza de Henrique Capriles, no la tendrá fácil.
Ahora bien, resulta particularmente peligroso el asunto de la "conspiración contra Chávez" de la que habló Maduro, en tanto le permite al oficialismo señalar a cualquier persona que le resulte incómoda. La idea de unas ‘fuerzas oscuras’ detrás de la muerte del ex presidente venezolano es claramente ridícula, hasta que se convierte en excusa para unir a los ciudadanos  en contra de un supuesto enemigo común.
Chávez murió e incluso bajo el respeto del difunto, no se pueden justificar sus constantes abusos. Fue el dictadorzuelo tropical por excelencia, con todos sus excesos; solo en eso cambió la historia de Latinoamérica.

viernes, 1 de marzo de 2013

El poder del miedo (Versión extensa)

(Esta es la versión extensa de mi columna publicada en El Colombiano el 28 de febrero de 2013).


Por Santiago Silva Jaramillo

No puede ser que miles de personas vivan sitiadas por el crimen en Medellín; que el derecho más básico de moverse, pero más importante de tomar decisiones sin temer consecuencias arbitrarias, sea violentado con impunidad es inaceptable.

En días pasados, dos niños fueron asesinados en la Comuna 13 con una saña y crueldad digna de sicópatas. Y en Robledo, una amenaza que fue luego desestimada como falsa por las autoridades, obligó al cierre de colegios y negocios. Los días han pasado acumulando nuevos casos de la violencia incesante que azota a la ciudad.

El asesinato de dos niños en la parta alta de la Comuna 13 la semana pasado nos mostró la degradación a la que pueden llegar estas prácticas intimidatorias. En efecto, el hecho se puede entender como una demostración de poder, un mensaje macabro para la población de la zona, las familias de las víctimas e incluso la ciudad en general: “miren lo que podemos hacer”.

Es una lógica que nos aterra, pero innegablemente poderosa. La idea de que por medio de la barbarie se puede dominar a otros seres humanos, de que el miedo es uno de los principales motores de la conducta humana; de que a punta de violencia se ejerce la tiranía sobre otros hombres.

Luego de estos terribles hechos, el alcalde Aníbal Gaviria anunció la creación de una “Consejería por la vida, la reconciliación y la convivencia”, lo que parece un ejercicio puramente administrativo, pero increíblemente innecesario en términos prácticos.

Las fronteras invisibles no son un asunto de convivencia; no se pueden explicar desde la intolerancia o la resolución violenta de conflictos cotidianos, sino desde el control territorial violento por parte de estructuras delincuenciales que defienden sus negocios ilegales.

Si, dejémonos de eufemismos, nos enfrentamos a criminales, que ganan su poder de su fuerza y capacidad para producir miedo en la población.

El pasado martes 26 se anunció la renuncia del Secretario de Seguridad de la ciudad, Eduardo Rojas León. Casualmente, el día después de que Gallup presentara su encuesta sobre la popularidad de personalidades nacionales, en la que el alcalde Aníbal Gaviria perdió 18 puntos de aprobación, consecuencia probablemente de la controversia por la actualización del predial y su manejo de la situación de seguridad de la ciudad. Lo significativo, y también frustrante del asunto, es que pareciera que las encuestas tienen un mayor impacto en el cambio de las políticas y la permanencia de los funcionarios que los mismos problemas o las exigencias ciudadanas.

En efecto, para poder contener y recuperar el control sobre estas zonas en la frontera de la legalidad, la respuesta estatal debe ser precisamente esa: ejercer su control legal sobre toda la ciudad y proteger a su población de la violencia y la tiranía de estos bandidos.

Y si quieren mejorar el record de denuncias ciudadanas, como sostiene todo quién se involucra en el asunto de seguridad de la ciudad, deberán combatir primero la silenciosa tiranía del miedo a la que, en muchos lugares de Medellín, los criminales tienen sometidos a sus habitantes.

@santiagosilvaj