Esta es la versión extensa de mi columna, publicada el 30 de enero de 2014 en el periódico El Colombiano.
Por Santiago
Silva Jaramillo
Santos fue
ministro de Pastrana, al que Uribe criticó para llegar a la presidencia, en la que
tuvo a Santos de ministro y que luego apoyó para que fuera presidente y al que
ahora, uniéndose Uribe a Pastrana, intentan impedir que se reelija. Muy
sencillo ¿cierto?
Pero estos tres
no son, ni mucho menos, los únicos camaleones de la política nacional. El
Partido Verde y Progresistas han configurado una alianza pegada por la simple
necesidad de no perder la personería jurídica en las próximas elecciones. La
unión es incómoda, en parte, porque en el Partido Verde hay santistas e incluso
uribistas light, mientras en Progresistas, una disidencia del Polo Democrático
para apoyar las ambiciones de Gustavo Petro, hay muchos representantes de la
izquierda más trasnochada.
Por el lado del
Partido de la U, cuyos miembros solo comparten su consistente habilidad para
cambiar de bando según les convenga, dos de sus principales representantes,
Armando Benedetti y Roy Barreras se han distinguido por el drástico giro en sus
lealtades políticas, de los más uribistas hasta 2010, de los más santistas
desde entonces.
La política, en
efecto, siempre es cambiante y esto no es necesariamente malo. Churchill se pasó
del partido Liberal al partido Conservador en la mitad de su carrera, cruzando
de un lado a otro en plena sesión del parlamento británico; Julio César pactó
con sus enemigos Pompeyo y Craso para repartirse en poder de Roma en un
triunvirato. Sin embargo, la rapidez y brusquedad de los cambios en Colombia
pueden ser el síntoma de un fenómeno mucho más preocupante: que los partidos y
los líderes se encuentran tan poco interesados en defender ideas, que nunca
encuentran límites para pegar sus timonazos y cambiar de toldas, amigos o
enemigos.
Al final, si el
poder es lo único que importa –ese poder duro y vacío que solo sirve para
construir panteones- poco importa cómo o con quién se consiga aferrarse a él.
En anteriores
columnas he defendido a un tipo ideal de político, aburrido
en primer lugar –es decir, que aspira a gobernar bien, no a entretener-, y responsable
–es decir, comprometido con cumplir y rendir cuentas-. Ahora le añado otro
elemento a esta especie rara, que poco se da en nuestra política tropical: la
coherencia. Es decir, un político que comprenda que en la democracia, perder
elecciones es una opción perfectamente válida, que su habilidad política se
debe a su capacidad de desarrollar y defender ideas, no de hacer alianzas incómodas
que garanticen su victoria.
Ganar votos no
puede ser, ni mucho menos, lo único a lo que aspiren nuestros líderes.