Esta es la versión extensa de mi columna publicada el pasado 16 de enero de 2014 en el periódico El Colombiano.
Por Santiago Silva
Jaramillo
En el año 2011, en
Colombia había unas 64.000 hectáreas cultivadas de hoja de coca, pero gracias a
los enormes esfuerzos que realiza el Gobierno colombiano, su Fuerza Pública y
la ayuda de Estados Unidos, en 2012 había unas 48.000 hectáreas, de acuerdo a
cifras de la Oficina
de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.
Lastimosamente, esa reducción del 25% del principal cultivo ilícito del país no
se vio representada ni en un aumento del precio de la cocaína en las ciudades
(en efecto, en el mismo periodo se hizo 2,4% más barata), ni en una disminución
del poder corruptor y violento de las organizaciones criminales dedicadas al
narcotráfico.
Más importante aún, el
consumo se mantiene estable. Así, las variaciones en los últimos años de la
prevalencia de consumo en la población adulta del mundo apenas si han sufrido
cambios, y si lo han hecho, ha sido pequeños aumentos.
Un casi generalizado
consenso se empieza a alcanzar a nivel mundial, la guerra
contra las drogas, al menos como está planteada actualmente, se está perdiendo.
Pero ¿se debe negociar su alternativa con las organizaciones narcotraficantes?
¿Será ese el mejor escenario para plantear la política colombiana respecto a un
nuevo rumbo en la lucha contra las drogas?
No parece una buena
idea y sin embargo, es el plan del gobierno colombiano para las próximas
semanas, una vez retomadas las negociaciones con las Farc en La Habana y
abordado el cuarto punto de la agenda: “solución
al problema de las drogas ilícitas”.
¿Van a hablar de la
despenalización del consumo? De hecho, el gobierno colombiano solo tiene margen
de maniobra para despenalizar el consumo de la marihuana. Algo que no estaría
de más, pero que tendría poco o ningún efecto sobre la famosa paz, mucho menos
sobre la seguridad de los colombianos. En efecto, la marihuana local es un
rubro marginal en las cuentas de los narcos, y aunque la legalización de la
producción y venta podría ayudar en algo al problema de la inseguridad
ciudadana, parece poco probable.
Por otro lado, si se
llega a producir una desmovilización a gran escala de la Farc, las estructuras
que han construido durante años para la producción y comercialización de drogas
se mantendrán. Los problemas de fondo que llevaron a Colombia a ser el
principal productor de cocaína todavía se mantienen, y además suman algunas
innovaciones perversas, como la misma criminalización de varios frente
guerrilleros, dedicados casi exclusivamente al lucrativo negocio de las drogas
ilícitas.
El narcotráfico es
demasiado lucrativo como para no representar una enorme tentación para los
jefes guerrillero con dudas sobre la desmovilización. La columna móvil Teófilo
Forero, por ejemplo, recibe unos 26 millones de dólares anuales en ganancias
por el narcotráfico, según cálculos de InsightCrime.
Pero toda esta
especulación choca con una realidad hasta ahora insalvable: las Farc no
reconocen su papel protagónico en el negocio del narcotráfico, lo que impide
desde un principio cualquier compromiso respecto a nada. Al final, el problema
es que el cuarto punto de la mesa de negociación va a ser una discusión de
excusas, un debate de sordos en el que no se terminará acordando nada de
verdadera importancia.
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