Esta es la versión extensa de mi columna del jueves 25 de abril de 2013 en 'Catalejo' del periódico El Colombiano.
Por Santiago Silva Jaramillo
A mediados del siglo XIX, el militar José Santos Gutiérrez
viajó junto a una importante delegación de colombianos a adelantar estudios en
“Leyes y Conocimientos generales” en Bélgica. Pero Santos Gutiérrez encontró
más que educación en la ciudad de Lovaina, donde residió; se enamoró de una
joven local de llamada Josefina.
Ella le correspondió y el colombiano empezó a organizar el
asunto de la boda y el traslado de ambos de regreso a su patria. Pero los
padres de Josefina, horrorizados por la perspectiva de que su querida hija se
fuera a vivir al trópico, se opusieron rotundamente a las pretensiones del impertinente
novio suramericano.
Descorazonado, Santos Gutiérrez regresó solo a Colombia poco
después, al terminar sus estudios. Por entonces, los Estados Unidos de Colombia
se organizaban bajo la ultra liberal constitución de Rionegro que dividía el
territorio de la federación en nueve Estados con increíble independencia entre
ellos y ante la unión. En efecto, José Santos Gutiérrez se convirtió en
presidente del Estado de Boyacá poco después de su retorno, en el año 1863.
Aun dolido por el desplante belga, el presidente Santos Gutiérrez
envió una carta en 1867 con una declaratoria de guerra al Reino de Bélgica;
como presidente del Estado Soberano de Boyacá podía tomar esta decisión, pero
para su suerte –y nuestra vergüenza- la declaratoria de guerra nunca llegó a
destino: las propias deficiencias en el transporte y las comunicaciones de la
Colombia de la época impidieron que la misiva saliera siquiera de los Andes.
¡Se salvaron los belgas!
Ahora bien, algunos historiadores han cuestionado la veracidad
de la famosa guerra boyaco-belga de 1867; aunque la anécdota se haya extendido
en la cultura popular, no se han encontrado registros documentales que den
cuenta de la misiva o de la decisión de Santos Gutiérrez. No importa, la historia
es también lo que nunca sucedió; el episodio puede no ser cierto o estar
exagerado, pero hace parte de nuestra historia común, nos habla de un periodo
social y político y unas personas que son colombianas en esencia.
En 1988, el embajador de Bélgica en Colombia, Willy Stevens,
conoció el relato de la curiosa guerra. En una ingeniosa muestra de relaciones
públicas, el embajador belga firmó un armisticio simbólico con el entonces
gobernador de Boyacá el 28 de mayo de ese mismo año; media docena de
embajadores belgas de la región asistieron como testigos.
La paz se firmó en Tunja, capital del departamento de Boyacá
y centro de operaciones de calles empedradas de la guerra que nunca fue.
Así terminaban más de cien años de un conflicto sin
hostilidades, de un capricho bélico explicado en el despecho, de otra guerra
colombiana, aunque esta sin el disparo de una sola bala.