Esta es la versión extensa de mi
columna del 11 de julio de 2013 publicada en el periódico El Colombiano.
Por Santiago
Silva Jaramillo
Esta noche, como
tantas en las última décadas, cientos de miles de medellinenses se encerrarán
en sus casas temprano, bajo un toque de queda criminal, luego de llegar a sus
hogares a la hora impuesta por los bandidos y por los caminos que no toquen sus
siempre cambiantes fronteras de control territorial. En la mañana del día que
viene, el bus en que viajan al trabajo (si lo hay) pagará vacuna a las bandas
que operan en esa ruta, el negocio en el que trabajan probablemente también
paga extorsión a los grupos de seguridad ilegal de la cuadra.
Sí, la lista de
accionar de nuestros bandidos incluye toques de queda, restricción de la
movilidad, desapariciones, desplazamiento, reclutamiento forzado, extorsión y
asesinatos.
Y es que en
Colombia, nuestro tirano es la violencia, y nuestro dictador, el miedo.
Gregorio López
escribía que el poder del tirano venía del miedo; así, se preocupaba por
difundir la ignorancia del pueblo,
dividirlo, acabando con la fe pública y destrozando la confianza ínter
personal, y crear pobreza y dependencia económica.
Siempre hemos
estado orgullosos de haber evitado caer en manos de un dictador como los que en
el siglo XX pululaban por Latinoamérica. La "democracia más estable de
Sudamérica" solo tuvo la “dictablanda” de Rojas Pinilla. Pero se nos
escapa el peor de los autócratas, silencioso, pero siempre presente, sin las
excentricidades de los dictadores africanos, ni los discursos de los hombres
fuertes latinoamericanos, pero igual de despiadado: la violencia de todo
nuestro bestiario de bandidos. Los de izquierda, los de derecha y los de ese
centro criminal que solo matan por la plata.
El miedo
es una poderosa arma de sometimiento y dominación; y nuestros bandidos bien han
sabido utilizarlo, aprendiendo con rapidez que pueden controlar con amenazas y
terror, convertirse en tiranos
de barrio con una moto DT180 y una pistola 9 milímetros. Así, con el poder
de la vida y la muerte tras el gatillo, se instauran como pequeños autócratas
de las lomas de la ciudad; bajo su tutela queda la decisión de quién sale y
quién entra, quién pertenece y quién no lo hace, quién vive y quién muere.
De esta forma,
como han retratado las juiciosas crónicas de la serie de informes especiales “Medellín,
retrato de un conflicto” de El Colombiano, nuestros bandidos son también
pequeños megalómanos: conquistadores de canchas de fútbol y terminales de
buses, saqueadores de tiendas de esquina y carros de alta gama.
Y si esto no los
convierte en lo más cercano a un dictador que hayamos tenido, entonces yo no sé
que lo hace.
Mucho se discute
sobre la definición de “seguridad”, la pelea teórica ha dado para todo y ahora
mismo nos encontramos con cientos de definiciones que en ocasiones parecen
olvidar lo esencial. Sin ningún ánimo académico, me atrevo a decir que la
seguridad es la defensa de la libertad e integridad personal de las
arbitrariedades ajenas. Es decir, seguridad es poder tomar decisiones
personales con libertad, sin temer amenazas, violencia o restricciones de
terceros.
Así, la lucha
por la libertad sigue estando vigente en nuestra ciudad, en nuestro país, luego
de tanto tiempo; libertad de la violencia arbitraria, libertad cuando nos
podamos sentir seguros y nuestra vida no dependa de un bandido de sangre
caliente.