Esta es la versión extensa de mi columna, publicada el pasado 27 de marzo de 2014 en el periódico El Colombiano.
Por Santiago Silva Jaramillo
Tres episodios recientes nos dan
cuenta de los enormes desafíos que el Estado colombiano todavía encuentra en
términos del control efectivo y la presencia integral en todo su territorio.
Tres tragedias, tres abandonos; el Estado encogido de hombros, apegándose con
fuerza a la “descarga” histórica de sus irresponsabilidades sobre las
periferias en el país; defendiendo ese centralismo cobarde y perezoso que ha
dejado a su suerte a todo lo que no parece importante.
Primero, los enfrentamientos
entre bandas de narcotraficantes en Buenaventura. Un fenómeno que no es nuevo,
pero que nos presentan como novedad en la esquizofrénica opinión pública: el
puerto más grande del Pacífico ha sufrido por años de esa combinación
desastrosa entre ser demasiado importante para los criminales y sustancialmente
irrelevante para las autoridades nacionales. Ahora el presidente anuncia
aumentos de pie de fuerza y los medios y opinadores nos lamentamos de la
tragedia, pero ¿cómo sanear décadas de desidia estatal y cooptación criminal
con un par de cientos de policías y soldados?
Esos hombres tendrán el desafío
imposible de una mafia organizada, con armas de ejército regular, y una
determinación apalancada en los enormes intereses en juego; frente a la poca
comprometida respuesta del Estado colombiano.
Segundo, los disturbios y el
vandalismo contra el sistema de transporte masivo de la ciudad de parte de
personajes que han sido asociados a los intereses de los más afectados por este
cambio en la movilidad: los transportadores. En este punto, una mafia económica
que ve cómo la sacan de un negocio en el que no son ni competitivos ni
convenientes, responden con violencia ante las decisiones de beneficio público.
La defensa violenta de su monopolio económico, pero particularmente las
deficiencias del Estado de controlarla, de nuevo, habla de incapacidad o peor
aún, prevención frente a su labor.
Tercero, la desatención de dos
crisis ambientales: el incendio de la selva chocoana alrededor del municipio de
Unguía y las consecuencias de la sequía en el departamento de Casanare. El
Estado central colombiano ha establecido durante su historia reciente una
política que permite, según el politólogo estadounidense James Robinson, “la
libertad de las élites locales para dirigir las cosas como quieran” en las
periferias. Por supuesto, la regla es que las dirijan mal. Casanare es el
departamento que mayores recursos de regalías per cápita recibe en el país.
Estos recursos, claramente, no han sido utilizados en obras de mitigación de
daños ambientales, ni en la adecuación de las redes de acueducto. Los
habitantes de Yopal, su capital, llevan años luchando por un acueducto que
funcione efectivamente en la ciudad.
Al final, pelear contra las
mafias es construir Estado (concentrar el monopolio de la fuerza) y para
Colombia y su clase política debería ser la prioridad nacional. El Estado no
puede seguir siendo cuestionado por competidores ilegales, encogiéndose de
hombros, y dejando a sus ciudadanos a merced del caos y la arbitrariedad.