viernes, 28 de marzo de 2014

Poniendo en cintura a las mafias (Versión extensa)

Esta es la versión extensa de mi columna, publicada el pasado 27 de marzo de 2014 en el periódico El Colombiano.

Por Santiago Silva Jaramillo

Tres episodios recientes nos dan cuenta de los enormes desafíos que el Estado colombiano todavía encuentra en términos del control efectivo y la presencia integral en todo su territorio. Tres tragedias, tres abandonos; el Estado encogido de hombros, apegándose con fuerza a la “descarga” histórica de sus irresponsabilidades sobre las periferias en el país; defendiendo ese centralismo cobarde y perezoso que ha dejado a su suerte a todo lo que no parece importante.

Primero, los enfrentamientos entre bandas de narcotraficantes en Buenaventura. Un fenómeno que no es nuevo, pero que nos presentan como novedad en la esquizofrénica opinión pública: el puerto más grande del Pacífico ha sufrido por años de esa combinación desastrosa entre ser demasiado importante para los criminales y sustancialmente irrelevante para las autoridades nacionales. Ahora el presidente anuncia aumentos de pie de fuerza y los medios y opinadores nos lamentamos de la tragedia, pero ¿cómo sanear décadas de desidia estatal y cooptación criminal con un par de cientos de policías y soldados?

Esos hombres tendrán el desafío imposible de una mafia organizada, con armas de ejército regular, y una determinación apalancada en los enormes intereses en juego; frente a la poca comprometida respuesta del Estado colombiano.

Segundo, los disturbios y el vandalismo contra el sistema de transporte masivo de la ciudad de parte de personajes que han sido asociados a los intereses de los más afectados por este cambio en la movilidad: los transportadores. En este punto, una mafia económica que ve cómo la sacan de un negocio en el que no son ni competitivos ni convenientes, responden con violencia ante las decisiones de beneficio público. La defensa violenta de su monopolio económico, pero particularmente las deficiencias del Estado de controlarla, de nuevo, habla de incapacidad o peor aún, prevención frente a su labor.

Tercero, la desatención de dos crisis ambientales: el incendio de la selva chocoana alrededor del municipio de Unguía y las consecuencias de la sequía en el departamento de Casanare. El Estado central colombiano ha establecido durante su historia reciente una política que permite, según el politólogo estadounidense James Robinson, “la libertad de las élites locales para dirigir las cosas como quieran” en las periferias. Por supuesto, la regla es que las dirijan mal. Casanare es el departamento que mayores recursos de regalías per cápita recibe en el país. Estos recursos, claramente, no han sido utilizados en obras de mitigación de daños ambientales, ni en la adecuación de las redes de acueducto. Los habitantes de Yopal, su capital, llevan años luchando por un acueducto que funcione efectivamente en la ciudad.


Al final, pelear contra las mafias es construir Estado (concentrar el monopolio de la fuerza) y para Colombia y su clase política debería ser la prioridad nacional. El Estado no puede seguir siendo cuestionado por competidores ilegales, encogiéndose de hombros, y dejando a sus ciudadanos a merced del caos y la arbitrariedad.

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