Por Santiago
Silva Jaramillo
La propuesta de
una nueva asamblea
constituyente es inconveniente por dos razones. Primero, porque representa
una exigencia ridícula por parte sea una organización criminal sin ninguna
legitimidad política. Segundo, porque cambiar nuestra constitución cada veinte
años no soluciona nuestros problemas políticos y profundiza ese vicio legalista
tan colombiano de creer que todo se soluciona acumulando o haciendo nuevas
leyes.
Primero.
Es inconcebible
que la propuesta de las Farc tuviera resonancia. Ni oídos merecen, ahora menos,
que el Gobierno Nacional lo considere una opción merecedora de reflexión. El
rechazo debió sin implacable, como un reflejo. Ante la ausencia de esta
posición, la actitud “prudente” del gobierno debe recibirse con profunda
sospecha. Los colombianos no podemos permitir que los violentos sigan dándose
ínfulas de estadistas y nuestros dirigentes, de sus mandaderos.
La famosa
"balota por la paz" no es sino una manipulación barata del electorado
colombiano, pegada del "goodwill" del concepto, para otorgar puntos
políticos a la reelección del presidente Santos. Y que su promotora sea Piedad
Córdoba solo genera una inocente sospecha: ayuda a la certeza de que alrededor
de todo este cuento de la asamblea constituyente nos espera una enorme trampa.
Segundo.
La revista The
Economist señalaba cómo las constituciones en los países europeos duraban unos
77 años en promedio, mientras en América Latina apenas si llegaban a un
promedio de 16.5 años. Es un vicio común de sistemas políticos poco maduros:
asumir que nuevas leyes solucionan problemas de fondo.
Y digo esto
porque otros dos personajes que han salido a pedir nuevas constituyentes:
Gustavo Petro y Álvaro Uribe. Sus orillas son opuestas pero sus pretensiones
no. En efecto, ambos pretenden cambiar las reglas de juego para volver a entrar
al juego político desde una posición ventajosa.
El entramado
legal no es sino eso, un marco de acción en el que los actores sociales escogen
(o no) moverse. Sus estrategias, sin embargo, responder a su deseo de cuidar
sus intereses y no al de seguir las normas. Al menos, no en tanto son solamente
normas.
Ahora bien,
cambiar la Constitución por las ambiciones personales de algunas figuras
públicas no solo es inconveniente para la política de nuestro país, crea una
inestabilidad en todo el sistema que solo puede traer consecuencias negativas
en el largo plazo.
Al final.
Tenemos que recordar
que no todo tiene que dejarse en una mesa de negociación, que no todo vale para
alcanzar la paz, que nuestras reglas de juego –con sus fallas, con sus vacíos,
con sus excesos-, son nuestras, han sido establecidas democráticamente, y
ningún actor armado o político ambicioso puede extorsionarnos para cambiarlas
en su propio beneficio.
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