Por Santiago
Silva Jaramillo
Tener serias
reservas, incluso oponerse
a la negociación con las Farc en La Habana no puede ser un sinónimo de uribismo, menos aún, de guerrerismo.
Pero ya se ha convertido en un lugar común de la opinión pública, por lo menos,
de algunos columnistas y medios de comunicación, relacionar cualquier crítica
al proceso con una posición fundamentalista respecto a la solución del
conflicto entre la sociedad colombiana y el grupo guerrillero.
El proceso –y
sus defensores- deberían aceptar las críticas como una manera de fortalecer los
argumentos que los justificarían. Hay que recordarles a los defensores que, a
pesar de todo, continuamos en una democracia y es nuestro derecho señalar lo
que nos parezca injusto o inconveniente.
Los acuerdos de
la negociación no pueden ser impuestos, sino acordados. No solo entre las Farc
y el gobierno, también entre ellos y los colombianos. Y ese acuerdo no es solo
la refrendación que nos prometió el presidente Santos, sino la posibilidad de
discutir y criticar lo que percibimos del proceso todos los colombianos.
Mis
preocupaciones –y las de muchos colombianos-, pueden resumirse en tres puntos:
El primero, la
legitimación de la política armada al negociar aspectos clave de la política
colombiana con un grupo cuya única influencia es la que les da las armas y el
dinero extraído de la ilegalidad. Sin absoluto reconocimiento popular, las Farc
son una banda armada con aspiraciones políticas grupales pero no nacionales. Es
decir, se preocupan por sus propios beneficios y de los suyos –en general-,
pero no del pueblo colombiano.
El segundo, que
los acuerdos, particularmente los políticos, tengan una lógica de “feudo
político” para la defensa del privilegio conseguido con violencia. En este
sentido, los jefes de las Farc parecen demasiado preocupados por garantizar el
poder político suficiente para defender lo que ganen en la negociación y lo que
se han robado en décadas de guerra, en una terrible lógica de homologación de
fusiles por curules.
El tercero, la
despreocupación (actual, lo reconozco) por la discusión sobre la justicia. Los
méritos de cualquier acuerdo que se logre están en su duración, en su
sostenibilidad, y eso se consigue según el grado de justicia que se alcance.
Las negaciones de las Farc y la “prudencia” del gobierno para tratarlo son
malas señales sobre lo que viene.
Las Farc quizá
no lo saben –seguro lo han olvidado luego de décadas de matar colombianos- pero
el nuestro es un sistema democrático liberal sustentado por supuesto en la
libertad de pensamiento y expresión. Podemos y debemos hablar sobre la
negociación en La Habana, señalar sus dificultades y consecuencias y que en el
proceso, no nos tachen de fundamentalistas.
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