Esta es la versión extensa de mi columna publicada en Catalejo del periódico El Colombiano el pasado 31 de octubre de 2013.
Por Santiago
Silva Jaramillo
Pensemos, por
un minuto, que conviven dos Estados. El primero es burocrático,
lento, ineficiente; lleno de frenos, eternos procesos y trámites y sus
resultados comúnmente nulos. Sus impuestos son prohibitivos y arbitrarios, sus
funcionarios corruptos e irresponsables y el ejercicio de sus labores, al menos
dudoso.
El segundo es
rápido, dinámico y eficiente. Aunque también cobra impuestos, es terriblemente
eficaz a la hora de proveer seguridad y administrar justicia. Sus responsables
son despiadados en sus responsabilidades, pero pocos se atreverían a decir que
no saben lo que hacen.
Ahora bien,
pensemos entonces que podemos “escoger” entre estos dos Estados, el primero o el
segundo.
¡Ah! Pero no
es tan fácil, el primero es, en efecto, el Estado colombiano, democrático,
legal y legítimo. Y el segundo, como no sería de otra manera, la
“institucionalidad” paralela e informal del crimen
organizado y los grupos armados ilegales.
Una decisión
terrible, lo sé, pero que rige las vidas de cientos de miles de colombianos
todos los días. Muchos, “incentivados” por la tiranía
de los criminales, ceden ante el miedo
que despiertan sus armas. Aunque no pocos lo hacen con menos resistencia,
conocedores de los amplios
beneficios de su monstruosa eficiencia.
El Estado
colombiano se ha enfrentado durante casi toda su historia a poderosos
competidores internos. Su soberanía ha estado amenazada por el accionar de
docenas de grupos ilegales que compiten por controlar porciones del territorio
nacional o apoderarse de la institucionalidad.
En esta
constante lucha, el Estado
ha intentado combatir y negociar, intervenir en su relación con estos
actores irregulares para garantizar, en la mediada de lo posible, su efectivo
ejercicio del monopolio de la fuerza.
Sin embargo,
al final la pelea por las lealtades locales de la población se reduce a una
cruda competencia
por ser el mejor proveedor de servicios y bienes públicos. En efecto, y aunque
a muchos nos revuelva el estómago reconocerlo, la legitimidad estatal no es un
asunto de legalidad o democracia, sino, más bien, de cruda eficacia y
eficiencia. Las personas reconocen al que mejor les sirve, no al que hace
mayores alardes de “representatividad”.
¿Provee mejor
seguridad la policía que la “convivir”? ¿Se encarga más rápido del marido
maltratador la comisaría o los “pelaos” del barrio? ¿Venden mejores arepas los
almacenes de cadena o la tienda de esquina abastecida por la fábrica del
“combo”?
Esa es la
pelea, en ese terreno se libra la lucha por las mentes y los corazones de
muchos colombianos. El Estado compite contra padrinos y mercaderes, y su única
arma viable en el largo plazo es precisamente la que lo ha mantenido en crisis:
funcionar, por primera vez, efectivamente.
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