viernes, 26 de octubre de 2012

Peleando por el botín (Versión larga)

(Esta es la versión extensa de mi columna publicada en el periódico El Colombiano el 25 de octubre de 2012, incluye enlaces y el desarrollo de algunas ideas insinuadas en el texto original).
Por Santiago Silva Jaramillo
Si, podemos negociar la paz, podemos desmovilizar a la guerrilla (supongamos incluso que eso significará el fin de la violencia en el país, lo que es improbable) pero nuestro problema más grave, nuestra maldición más desastrosa es la corrupción. La pequeña, la de todos los días, la de los sobornos a funcionarios para conseguir servicios o evitar multas y la evasión de las obligaciones ciudadanas menores. Y la grande, la de los contratos públicos ganados con trampa e incumplidos y los desfalcos al erario, la de las amenazas y la violencia, la de los contratistas y los politiqueros.
Porque la corrupción del segundo tipo en nuestro país se ha convertido en bastión de bandidos, en una mafia tan peligrosa y evasiva como los grupos armados a los que tanto tememos. Estamos a merced de contratistas dedicados a conseguir contratos y ocasionalmente inclinados a cumplirlos. Expertos en querellas y demandas, en quedar mal y justificarse. Más políticos y abogados que ingenieros, más bandidos que empresarios. Y su botín es el Estado.
La corrupción afecta y condiciona cuestiones básicas de la vida política, las prácticas corruptas no solo empantanan la acción del Estado, sino su legitimidad como representante de los intereses colectivos. La corrupción particulariza la misión estatal y coopta y direcciona sus intervenciones hacia la defensa y promoción de los interés privados. Esto desestimula la participación ciudadana, mina la legitimidad estatal y alimenta las concepciones particularistas y tramposas de la vida social.
De esta forma, el Estado es entendido por las fuerzas políticas como un botín que se gana en las elecciones, el cual debe repartirse entre quienes los apoyaron (redes clientelares y aliados políticos). Este fenómeno implica ver a la corrupción como una amenaza para la estabilidad y la seguridad de un país, en tanto socava las instituciones y los valores democráticos, y afecta la ética, la justicia y el imperio de la ley.
La corrupción es entonces una fuente de deslegitimación y destrucción de la eficacia y eficiencia del Estado, corrompe la transparencia de procesos públicos y privados, afecta los intermediarios justos y transparentes de la economía, crea costos para la inversión y el desarrollo económico, y desestimula la participación de los ciudadanos en actividades políticas, comunitarias y sociales, muchas de la cuales, además, constituirían la mejor herramienta para combatir el problema. 
En palabras de Bertrand de Speville en su libro Superando la corrupción, “el mundo moderno ha llegado a darse cuenta de que los valores éticos, la integridad y el buen gobierno constituyen los cimientos de un Estado exitoso” (de Speville, 2011: 29). En Colombia nos hemos demorado en reconocer esta realidad, pero sobre todo en abordarla.
La inversión y el crecimiento económico del país es otro frente donde la corrupción crea cargas y desincentiva los avances. Según el Reporte Anual de Competitividad 2012 del Foro Económico Mundial, la principal dificultad para hacer negocios identificada por los empresarios del país es la corrupción. El 18% de los encuestados dieron esa respuesta, la más importante, sacándole unos 6 puntos al problema de la infraestructura, e incluso unos 10 al del crimen y la violencia.
Según la Encuesta de Probidad 2006, realizada por Transparencia por Colombia, el 84,4% de los empresarios no participa en procesos de contratación con el Estado porque considera que la competencia no es justa. De igual manera, un 31,74% de los empresarios afirma que durante un proceso de contratación con el Estado, los funcionarios públicos solicitan sobornos, mientras un 16,92% sostiene que es el empresario quien los ofrece.
Los resultados de la Encuesta muestran que el 28,4% de los empresarios colombianos fue víctima de algún tipo de solicitud de sobornos o favores a cambio de algún servicio por parte de un funcionario del Estado, mientras que solo el 8,52% de los involucrados denunció efectivamente el caso.
Según cálculos del mismo Gobierno Nacional, el pago de sobornos en los procesos licitatorios nos cuesta más de un billón de pesos anuales, reflejados en sobrecostos e incumplimientos en las obras. Por otro lado, Transparencia por Colombia estima que un promedio del 10% del gasto en contrataciones públicas se desperdicia en corrupción y soborno.
La semana pasada el gobierno presentó un proyecto de ley que reglamenta una norma del estatuto anticorrupción. La idea es que las empresas que paguen sobornos pierdan su personería jurídica.
Es un avance, aunque deja de lado la otra cara de la moneda. Si, la empresa que da sobornos es sancionada, pero el funcionario que los pide sigue en las mismas. No solo eso, “ponerle dientes” a una norma, como dicen los medios de comunicación, es un inicio, pero la efectividad en prevenir y castigar depende de muchas cosas además de lo fuerte de la pena.
Y esa es la otra lección que nos ha llevado tiempo, que se nos escapa con cada nueva legislación que se presenta en el Congreso, que la corrupción no solo se combate con castigos más duros, que es un asuntos cultural y social, que supone una respuesta integral del Estado en términos de transparencia y de la sociedad en acción colectiva y participación ciudadana. Que solo así, podremos deshacernos de ese enjambre de bandidos que saquean diariamente el dinero y la confianza de todos.

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