(Esta es la versión extensa de mi columna publicada en el periódico El Colombiano el 01 de noviembre de 2012, incluye enlaces y el desarrollo de algunas ideas insinuadas en el texto original).
Por Santiago Silva Jaramillo
El último año ha visto el
recrudecimiento de la violencia entre esmeralderos
en el país y mientras el temor por una nueva guerra entre los jefes del negocio
aumenta, los colombianos presenciamos una historia que nos sabemos de memoria:
de cómo la debilidad y desidia de nuestro gobierno central mantiene al país
saltando de una violencia a otra.
La Iglesia y las autoridades
locales en Boyacá se esfuerzan estas últimas semanas por evitar que las
tensiones entre los zares de las esmeraldas desemboquen en una guerra como la
que se vivió en la región a finales de los ochenta.
Los investigadores de la
Universidad Nacional Francisco
Gutiérrez y Mauricio Barón, sostienen que las tres guerras de los
esmeralderos (1960, 1975, 1986) tuvieron como elementos transversales las
luchas entre empresarios de las esmeraldas, el conflicto entre legalidad,
ilegalidad e informalidad, la búsqueda de interlocutores regionales para tratar
asuntos con el gobierno nacional e incluso las vendettas entre los “patrones”. La ausencia del Estado llevó a la
creación de métodos “alternos” (comúnmente violentos) de resolución de
conflictos sociales y económicos entre los esmeralderos y esto creó un círculo
estable pero tenebroso entre una paz armada y la guerra.
Nuestro gobierno central suele
ser incapaz
o mostrarse reacio a ejercer control sobre grandes porciones de su territorio.
Y cuando las cosas se desestabilizan, sus reducidos recursos y voluntad
política para mantener el control lo llevan a delegar estas funciones en los
poderes locales, a veces no legales y violentos.
Maquiavelo sostenía que los
regímenes podían delegar su ejercicio de soberanía solo si esto hacía parte de
una estrategia para ganar el control completo de un territorio en el futuro.
Pero abandonarlo a su suerte es una receta segura para engendrar muchos
problemas.
Esta posición ha sido cómoda para
la dirigencia de la capital, pero ha implicado que millones de colombianos en
la “provincia” queden a merced de los bandidos y sus labores extractivas.
También ha implicado la ausencia de inversión pública, la profundización de
prácticas corruptas y clientelistas y el aplazamiento del desarrollo económico
y la inclusión política de estas regiones.
Porque el asunto no es solo del
ejercicio legítimo de la fuerza (aunque empieza por ahí), sino que requiere de
la presencia integral de la acción pública: la administración de justicia y la
provisión de servicios públicos, principalmente.
Pero mientras el Estado
colombiano no se preocupe y sea capaz de mantener el orden y hacer respetar el
Imperio de la Ley, las periferias en el país, particularmente las que cuentan
con recursos como esmeraldas, oro o coca, seguirán en manos de las elites
politiqueras o mafiosas locales. Y cuando el equilibrio tenue que estos poderes
mantienen a punta de amenazas se quiebre, nos veremos entre el ruido de una
guerra nueva que hiede a un problema viejo.
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