viernes, 9 de noviembre de 2012

Nueva guerra, viejo problema (Versión larga)


(Esta es la versión extensa de mi columna publicada en el periódico El Colombiano el 01 de noviembre de 2012, incluye enlaces y el desarrollo de algunas ideas insinuadas en el texto original).

Por Santiago Silva Jaramillo

El último año ha visto el recrudecimiento de la violencia entre esmeralderos en el país y mientras el temor por una nueva guerra entre los jefes del negocio aumenta, los colombianos presenciamos una historia que nos sabemos de memoria: de cómo la debilidad y desidia de nuestro gobierno central mantiene al país saltando de una violencia a otra.

La Iglesia y las autoridades locales en Boyacá se esfuerzan estas últimas semanas por evitar que las tensiones entre los zares de las esmeraldas desemboquen en una guerra como la que se vivió en la región a finales de los ochenta.

Los investigadores de la Universidad Nacional Francisco Gutiérrez y Mauricio Barón, sostienen que las tres guerras de los esmeralderos (1960, 1975, 1986) tuvieron como elementos transversales las luchas entre empresarios de las esmeraldas, el conflicto entre legalidad, ilegalidad e informalidad, la búsqueda de interlocutores regionales para tratar asuntos con el gobierno nacional e incluso las vendettas entre los “patrones”. La ausencia del Estado llevó a la creación de métodos “alternos” (comúnmente violentos) de resolución de conflictos sociales y económicos entre los esmeralderos y esto creó un círculo estable pero tenebroso entre una paz armada y la guerra.

Nuestro gobierno central suele ser incapaz o mostrarse reacio a ejercer control sobre grandes porciones de su territorio. Y cuando las cosas se desestabilizan, sus reducidos recursos y voluntad política para mantener el control lo llevan a delegar estas funciones en los poderes locales, a veces no legales y violentos.

Maquiavelo sostenía que los regímenes podían delegar su ejercicio de soberanía solo si esto hacía parte de una estrategia para ganar el control completo de un territorio en el futuro. Pero abandonarlo a su suerte es una receta segura para engendrar muchos problemas.

Esta posición ha sido cómoda para la dirigencia de la capital, pero ha implicado que millones de colombianos en la “provincia” queden a merced de los bandidos y sus labores extractivas. También ha implicado la ausencia de inversión pública, la profundización de prácticas corruptas y clientelistas y el aplazamiento del desarrollo económico y la inclusión política de estas regiones.

Porque el asunto no es solo del ejercicio legítimo de la fuerza (aunque empieza por ahí), sino que requiere de la presencia integral de la acción pública: la administración de justicia y la provisión de servicios públicos, principalmente.

Pero mientras el Estado colombiano no se preocupe y sea capaz de mantener el orden y hacer respetar el Imperio de la Ley, las periferias en el país, particularmente las que cuentan con recursos como esmeraldas, oro o coca, seguirán en manos de las elites politiqueras o mafiosas locales. Y cuando el equilibrio tenue que estos poderes mantienen a punta de amenazas se quiebre, nos veremos entre el ruido de una guerra nueva que hiede a un problema viejo. 

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