Por Santiago Silva Jaramillo
El escepticismo ha definido la
actitud general de la mayoría de los colombianos respecto a las negociaciones
que el gobierno nacional adelanta con las Farc en La Habana. En efecto, aunque
algunas encuestas han mostrado un apoyo importante al proceso, al preguntar por
la confianza en el éxito del mismo o los resultados esperados, los ciudadanos son
bastante pesimistas.
Pero esto no es una sorpresa; la
larga historia de desengaños alrededor de las negociaciones con las guerrillas
bien explica nuestras reservas. Peor aun, nuestro escepticismo no ha sido
defraudado; la manera cómo se ha dirigido este último intento nos ha recordado
por qué no creíamos en él en primer lugar.
Sin embargo, todo lo empeora la
actitud complaciente del gobierno (con excepciones notables, como las recientes
declaraciones de Humberto de la Calle) respecto al secuestro
de dos policías por parte de las Farc y la violación de su propia tregua
unilateral en diciembre y enero. En el primer caso, la guerrilla había
declarado que dejaba atrás el secuestro
para cumplir una de las supuestas condiciones que Santos había puesto al inicio
de los diálogos. No lo cumplieron entonces, pues las denuncias de secuestrados
anónimas superan los cientos, ni ahora, con su supuesto y cínico “derecho a
retener policías y militares”.
En el segundo caso, el gobierno
exculpó con un descaro pasmoso el incumplimiento de la tregua autoimpuesta; al
sostener el ya tristemente célebre: “las Farc cumplieron”, incluso cuando
cometieron en ese mes casi cincuenta acciones armadas.
Lo que el gobierno no ha
planteado con claridad, y que resulta fundamental para los colombianos e
incluso para las Farc, es el límite luego del cual se levantaría de la mesa. De
hecho, la ausencia de fundamentales claros ha permitido que la guerrilla
continúe sus actividades
criminales
con tranquilidad mientras sus negociadores ganan tiempo y obtienen
prerrogativas en Cuba.
Lo preocupante es que estas
acciones siguen “midiendo
el aceite” al gobierno, mientras éste no parece tener claro cuál es su
punto de quiebre.
El problema es que luego de dos
años de un gobierno con resultados mediocres, el presidente Santos le ha
apostado todas sus fichas por una reelección al desarrollo del proceso con las
Farc. En esencia, esto supone entregarle un enorme poder político a Iván
Márquez y los negociadores del grupo guerrillero. Ellos, que son de todo menos tontos,
saben muy bien la cómoda situación en la que se encuentran y las acciones de
los últimos días demuestran que harán todo lo que puedan para sacarle el mayor
provecho.
Y los colombianos seguimos
preguntándonos, ¿hasta dónde aguantará el gobierno?
Entretanto: esta semana Catalejo
cumple un año de estarse publicando en el periódico El Colombiano. Este no ha
sido ni es un esfuerzo individual; se nutre de los comentarios, reclamos,
concejos, regaños e interés de muchas personas a las que solo puedo ofrecer
este tímido agradecimiento.
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